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Crítica

Albert Serra se planta en verónica ante la moral en la iconoclasta 'Tardes de soledad'

El director catalán mantiene un pulso con el célebre torero Andrés Roca Rey, al que filma de corrida en corrida sin intentar definirle como héroe o como villano

San Sebastián·Actualizado: 28.09.2024 - 12:00
El torero Andrés Roca Rey en un fotograma de 'Tardes de soledad', de Albert Serra
El torero Andrés Roca Rey en un fotograma de 'Tardes de soledad', de Albert Serra · Fotografía: LACIMA PRODUCCIONES

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Hace tiempo que el cine, urbi et orbi, dejó de plantearse la moralidad en términos absolutos. El relativismo, objeto de consumo que incluso ha llegado a penetrar ponzoñoso en las más nobles causas, ha provocado que los preceptos sobre plantar (o no) la cámara a los que jugó henchido de sí mismo Godard (o Godard en dialéctica con Vertov) se hayan vuelto un cliché. Y uno especialmente rancio, si uno se pone quisquilloso. Por eso, cuando un director tan encantado de conocerse a sí mismo como Albert Serra concibe un filme tan crudo y descarnado como 'Tardes de soledad', los juicios se demuestran nulos. No es que el documental del catalán, centrado en la figura del maestro sicario Andrés Roca Rey invente nada, sino que se sirve de nuestra propia posición como espectadores para elevar su propuesta hasta la pregunta existencial: ¿lo que soy determina lo que veo?

Ya en el albero, si lo que queremos es llenarnos las manoletinas de arena, 'Tardes de soledad' no es más que una sucesión de corridas y escenas de vida del torero y su cuadrilla, una especie de extracto naturalista de un hombre y su causa. Andrés, de 5 a 9, si quieren. Por eso, la distancia -según su discurso, completamente real- que toma Serra con el asunto taurino es el gesto que sublima lo ególatra del autor: el realizador de 'Liberté' o 'Pacifiction', bien sea por convicción relativista, bien sea por pura cobardía, se separa de cualquier tesis explícita y se limita a ser un vehículo para las imágenes. Unas instantáneas que se hacen eternas y que muestran la crueldad del asesino de toros en toda su belleza, desde la obsesión de los acompañantes que funcionan como el mejor engrasado de los coros griegos a una masculinidad tan frágil que es capaz incluso de aguantar una cornada.

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