Crítica
Albert Serra se planta en verónica ante la moral en la iconoclasta 'Tardes de soledad'
El director catalán mantiene un pulso con el célebre torero Andrés Roca Rey, al que filma de corrida en corrida sin intentar definirle como héroe o como villano
Hace tiempo que el cine, urbi et orbi, dejó de plantearse la moralidad en términos absolutos. El relativismo, objeto de consumo que incluso ha llegado a penetrar ponzoñoso en las más nobles causas, ha provocado que los preceptos sobre plantar (o no) la cámara a los que jugó henchido de sí mismo Godard (o Godard en dialéctica con Vertov) se hayan vuelto un cliché. Y uno especialmente rancio, si uno se pone quisquilloso. Por eso, cuando un director tan encantado de conocerse a sí mismo como Albert Serra concibe un filme tan crudo y descarnado como 'Tardes de soledad', los juicios se demuestran nulos. No es que el documental del catalán, centrado en la figura del maestro sicario Andrés Roca Rey invente nada, sino que se sirve de nuestra propia posición como espectadores para elevar su propuesta hasta la pregunta existencial: ¿lo que soy determina lo que veo?
Ya en el albero, si lo que queremos es llenarnos las manoletinas de arena, 'Tardes de soledad' no es más que una sucesión de corridas y escenas de vida del torero y su cuadrilla, una especie de extracto naturalista de un hombre y su causa. Andrés, de 5 a 9, si quieren. Por eso, la distancia -según su discurso, completamente real- que toma Serra con el asunto taurino es el gesto que sublima lo ególatra del autor: el realizador de 'Liberté' o 'Pacifiction', bien sea por convicción relativista, bien sea por pura cobardía, se separa de cualquier tesis explícita y se limita a ser un vehículo para las imágenes. Unas instantáneas que se hacen eternas y que muestran la crueldad del asesino de toros en toda su belleza, desde la obsesión de los acompañantes que funcionan como el mejor engrasado de los coros griegos a una masculinidad tan frágil que es capaz incluso de aguantar una cornada.
No hay que engañarse: 'Tardes de soledad' sabe perfectamente que se enfrenta en verónica al toro de la moralidad pero que, como en las corridas, el duelo nunca será justo. Serra parodia conscientemente todo aquello que le parece parodiable: desde la liturgia del traje de luces y su homoerotismo, pasando por eso que muchos entienden como disfraz para engañar a la muerte, hasta la propia transición entre corridas, una furgoneta en la que no hay espacio para ninguna reflexión ni entrevista, solo para pensar en la suerte torera y en la siguiente plaza a conquistar. Roca Rey, consciente o no, se convierte en caudillo de su propio relato, en protagonista trágico al que Serra duda, esta vez con sinceridad, si convertir en héroe o en villano. Y no es que el director se ponga de lado, sino que su implicación moral para con la lidia es la de los ignavos: ni chicha, ni limoná.
En nuestra era, en el tiempo de esplendor y renacimiento del relativismo, el tratado moral que plantea Serra en su filme puede leerse a gusto del espectador, convirtiendo su película en un reflejo casi freudiano de los ojos más atentos, una oda iconoclasta al oxímoron. Donde unos ven crueldad al poder ver cómo la vida se escapa de un ser inocente de 400 kilos, otros ven un sesudo estudio humanista de nuestros límites y de nuestra danza caduca con la muerte. Pero es que ese no es el gran triunfo de la película, el triunfo de 'Tardes de soledad' es conseguir que ese debate trascienda las propias imágenes de la película y llevarnos a un estado mental paralelo al del Roca Rey que apaga sus pensamientos fuera de la plaza: el visionado de un banderillero hiriendo a un morlaco es, en la película de Serra, una estación de servicio para la propia moralidad del espectador, un alto en el camino para poder seguir pensando tanto la película como a nosotros mismos.
Aunque el gusto estético de uno de los mejores directores del contemporáneo esté ahí, es extremadamente relevante dar con un Serra capaz de trascender la forma. Y es que de hecho, la dichosa intervención documental (aquí más no ficción que nunca) de Serra se limita en 'Tardes de soledad' a dos elementos: el onirismo y el montaje. El primero abre y cierra la película, como para recordarnos que el valor del filme es testimonial de una cultura (de muerte, pero cultura al fin y al cabo) en vías de extinción; y el segundo es el instrumento del director no solo para reírse de Roca Rey y sus machos cantores, sino también para dar cuenta de la dimensión humana del conflicto torero-toro. Lo fácil sería establecer una relación directa entre 'Tardes de soledad' y 'Valiente', la película de Luis Marquina de 1964, como los dos espectros del arte de los asesinos, pero Serra, en realidad, está más cerca del Herzog de 'Grizzly Man' (2005) o el Marsh de 'Man on wire' (2008). Por mucho que le pueda molestar.
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