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Crítica

Ildikó Enyedi florece en maestría humanista y sensorial del cine con la colosal 'Silent friend'

La directora húngara, ganadora del Oso de Oro en Berlín, se vuelve candidata a todo en el Festival de Venecia de la mano de un tríptico y un excepcional Tony Leung

Venecia·
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El actor Tony Leung en un fotograma promocional de 'Silent friend', largometraje de Ildikó Enyedi
El actor Tony Leung en un fotograma promocional de 'Silent friend', largometraje de Ildikó Enyedi · Fotografía: LENKE SZILAGI

Obsesionados con la conversación que brota del cine, más allá de la proyección, no es difícil pasar por alto aquella sensación -de raíz efímera- que germina cuando se apagan las luces y muere cuando ruedan los créditos. El estudio del discurso que es capaz de articular una película en sí misma, contenido en su propio metraje, es una de las ciencias más complicadas de este arte, no por una dificultad técnica, sino por la propia naturaleza epatante del fenómeno. ¿Se puede cuantificar un sentimiento? ¿Es justo verbalizar una sensación? Bajando a tierra, hay pocas películas que ayuden a explicar qué demonios es "sentir" como 'En cuerpo y alma' (2017), en la que la directora húngara Ildikó Enyedi era capaz de transmitir cómo aprieta el enamoramiento sobrevenido y, todavía menos, las capaces de hacer lo propio con la rabia y el celo, como la elegante 'La historia de mi mujer' (2021). Cuatro años después de su último proyecto, y a casi una década de confirmarse como doctora del cine europeo con el Oso de Oro en la Berlinale, la realizadora magiar ha regresado en el Festival de Venecia con la película más estimulante de la Sección Oficial, un tríptico que lleva por nombre 'Silent friend' y que es, sobradamente, la experiencia cinematográfica del año.

La hipérbole, lejos de enarbolarse como restricción de acceso a las maravillas que es la cobertura de un certamen de este calado, se justifica por la propia humildad de Enyedi al plantear lo que ya podemos decir que es su magnum opus: desde la sencillez de tres historias que tienen en común la botánica y la admiración por un ginkgo centenario, la húngara es capaz de llevarnos de la mano por la película como proceso casi embrionario, haciéndonos crecer con sus personajes, poniéndonos en su piel y llevando hasta la excelencia la empatía tanto a nivel discursivo como formal. Tony Leung -acaso el mejor actor en activo del planeta cine-, Luna Wedler y Enzo Brumm, desde tres épocas distintas del último siglo y medio, le sirven a la directora como vehículos de humanismo puro, esquejes de una película extremadamente sensorial pero que, sin embargo, se toma el tiempo necesario para que desarrollemos interés en sus dilemas. En 2020, el de un profesor congelado en su método por la pandemia; en 1972, el de un estudiante indeciso al cargo de un experimento y de su recién descubierta vida sexual; y en 1908, el de una doctoranda pionera cuya hiperfijación, más allá de las plantas, tiene que ver con la posteridad fotográfica.

"Una película extremadamente sensorial y una de las experiencias cinematográficas del año"

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