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Crítica

'Hiedra': Ana Cristina Barragán se sumerge en un reencuentro familiar entregado a lo sensorial

Con su tercer largometraje, presentado en la sección Orizzonti de la Mostra de Venecia, la directora ecuatoriana confirma su particular mirada y temas recurrentes

Venecia·
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Fotograma promocional de 'Hiedra', de Ana Cristina Barragán
Fotograma promocional de 'Hiedra', de Ana Cristina Barragán · Fotografía: Festival de Venecia

La película 'Hiedra', de la directora ecuatoriana Ana Cristina Barragán, es una de las cinco producciones latinoamericanas presentes en Orizzonti (del total de 19 que figuran en el programa) del Festival de Venecia. Aunque el cómputo da muestras de cierta relevancia del cine hispanohablante en esa sección paralela y competitiva, que Barragán sea la única directora entre el grupo latino poco refleja la gran notoriedad y presencia en festivales cinematográficos internacionales de una nueva generación de mujeres cineastas. Con su nueva película -una coproducción entre Ecuador, México, Francia y España-, confirma su particular mirada como cineasta y no escapa a sus temas recurrentes, eso que llaman obsesiones, presentes ya en su debut ‘Alba’ (2016), así como en su segundo largometraje, ‘La piel pulpo’ (2022).

Lo primero que salta a la vista en 'Hiedra' es la revuelta de la adolescencia frente a las incertidumbres de la adultez. Sin embargo, Barragán no se permite repetirse, al contrario. Partiendo de un planteamiento en apariencia sencillo, al que suma varias capas, cuenta una historia compleja sin perder en el control narrativo. Con una sugerente primera escena, en la que capta con primeros planos a un grupo de adolescentes jugando a una pelea de lobos con gruñidos y agarrones, Barragán nos sitúa en el centro de una suerte de manada. Se trata de chicos y chicas –entre 15 y 17 años- que viven en un orfanato y han formado una especie de hermandad, donde los juegos, conversaciones, masturbarse (al menos los chicos) en conjunto, ayudar en el hogar, estudiar, hacer manualidades para recoger fondos, o pasarse ratos en el parque cercano, constituyen parte de su vida cotidiana.

En medio de ese colectivo, la cámara sigue de cerca a Julio, un chico de 17 años, de rasgos indígenas, piel oscura, mirada triste y penetrante. La rutina de los chicos en cierta forma se trastoca cuando se dan cuenta de que una mujer de unos 30 años lleva días observándoles de lejos. Azucena, la mujer en cuestión, se les acerca y pide jugar con ellos. La manada la acepta, no les importa que ella sea una incógnita, ni las motivaciones que tenga para estar con ellos, como tampoco les dan importancia al hecho de que Azucena muestre un especial interés hacia Julio.

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