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'La homilía' de Vallín. Lo que Furiosa le diría a Dominick Cobb
La crisis de confianza de la ilusión en sí misma que 'Deadpool' convierte en cinismo se expresa en la pugna entre el cine de George Miller y el de Christopher Nolan
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Tirando del hilo de la aparente pérdida de autoestima de la fantasía, que abríamos la semana pasada, sabemos que lo que va de 'Tron' (1982) a 'Matrix' (1999), es pasar de creer que el mundo simulacro o la ficción es una ampliación de la experiencia humana, como sabe todo videojugador y como explicaba el liberalismo californiano de Flynn (Jeff Bridges), a abrazar el puritanismo marxista de Neo (Keanu Reaves) en Matrix, que postula que toda fantasía es una conspiración del capital para explotarnos sin que lo advirtamos, según las hipótesis de la relación de cultura, simulacro y espectáculo de los filósofos franceses Jean Baudrillard y Guy Debord.
Estas dialécticas de la ambivalente relación entre realidad y fantasía, que movimientos cinematográficos como el neorrealismo italiano, la nouvelle vague francesa y el cine social británico quisieron zanjar subordinando la segunda a su función política en la primera –y que el grupo Dogma 95 llevó al paroxismo exigiendo al cineasta la austeridad de un pastor protestante–, se ha ido desplegando y ramificando en los últimos cuarenta años y, como decíamos la semana pasada, ha visto convivir discursos contradictorios, como el liberal de 'La historia interminable' (1984) y el marxista de 'La rosa púrpura de El Cairo' (1985), comunión y apostasía de la imaginación, respectivamente. Pero a la larga, como expresa el tránsito de 'Tron' a 'Matrix', la hegemonía en términos de prestigio y gravedad ha ido basculando hacia el criticismo de la segunda. Si acudimos a la famosa dicotomía expresada por Umberto Eco, entre apocalípticos e integrados, van ganando los apocalípticos.
Hay pocos casos de títulos que hayan intentado abordar el asunto sin la ingenuidad pura de los liberales (los integrados) ni el cinismo abrasivo de los marxistas (los apocalípticos), y quizá uno de los más felices sea 'El último gran héroe' (1993), de John McTiernan, una película que propone moverse a uno y otro lado del velo de lo real (a uno y otro lado de la tela blanca sobre la que se proyecta la película) sin tomar partido por uno ni otro, defendiendo más bien su complementariedad. Porque las acrobacias del héroe Jack Slater en el mundo real de su gemelo Arnold Schwarzenegger se ven sometidas a reglas físicas más estrictas, pero su idealismo sigue siendo redentor. Y el niño Danny, inserto en la película de acción de Slater, proporciona con su mirada educada en el género una notable ventaja estratégica.
La única pariente evidente de este festival de alegría de McTiernan es la subestimada 'Ready Player One' (2018), de Steven Spielberg, un hombre capaz de darle la vuelta como a un calcetín a una novela reaccionaria, es decir, de convertir Matrix en Tron sin apenas tocar el argumento.
En todo caso, en el descreído y sincericista mundo de hoy, el cinismo y la rendición evidentes del cine autoconsciente, deseoso de hacerse perdonar, como la señalada 'Deadpool', son el menor de nuestros problemas. El verdadero baldón es la pérdida de confianza de la ficción en sus propias mañas. Y así, frente a fe en el sortilegio de la gramática cinematográfica que exhibe Alfonso Cuarón en 'Gravity' (2013), que fía a la potencia de sus imágenes y música, y a la inteligencia del espectador la comprensión de su discurso trascendente sobre la condición humana y la impregnación de una emoción arrolladora, se alza 'Interestellar' (2014), de Christopher Nolan, que necesita explicar con constantes redundancias dialogadas, no solo las complejas reglas de la mecánica cuántica y los viajes espaciales, sino también el significado específico de las emociones que nos han de embargar durante el visionado y su sentido profundo. Idéntico contraste se da entre los nuevos Mad Max de George Miller, 'Fury Road' (2015 ) y 'Furiosa' (2024), y los títulos de acción de Nolan como 'Origen' (2010) y 'Tenet' (2020). Mientras Miller apuesta por el puro pulso cinematográfico, y su Furiosa (ya sean Charlize Theron o Anya Taylor-Jones) apenas habla, Nolan avasalla con las explicaciones de su atracador de sueños, Dominick Cobb (Leonardo di Caprio) sobre cada giro, cada faena, cada acción venidera o pasada, cada emoción que pretende en el patio de butacas.
Nolan es el cineasta de la explicitud, convirtiendo la experiencia cinematográfica en un ambicioso dictado, coma, en un extenuante ejercicio de dirigismo, punto. El gigante Nolan detesta a tal punto la ambigüedad que la destierra. Por eso su par en el videojuego es Hideo Kojima, quien desde 'Metal Gear Solid' (1998) hasta 'Death Stranding' (2019) se ha preocupado de no dejar nada a la interpretación del jugador, de construir enciclopedias sobre las estrictas reglas de sus mundos y forzar a cada personaje a presentar la declaración de patrimonio y el libro de familia en cada conversación. En cambio, el camarada de George Miller en el videojuego sería Fumito Ueda, creador de ese panteón del prodigio formado por 'ICO' (2001), 'Shadow of The Colossus' (2005) y 'The Last Guardian' (2016), las pirámides de Giza del videojuego fantástico, sencillas, profundas y apabullantes, pero casi mudas de verbo y texto.
Porque las víctimas de esa pérdida de confianza en el artefacto audiovisual que convierte las películas en tutoriales de sí mismas, como ya habrán sospechado, son los dos elementos primordiales de su gramática: la elipsis y el fuera de campo (es decir, el tiempo omitido y el especio omitido), artes magnas que Steven Spielberg convierte en virtuosismo en cada nuevo título, confiando a la comprensión del espectador cada silencio y cada omisión. Y ese tembleque y no otro es la razón por la que las películas de Marvel son siempre larguísimas y en cambio la fábula del trabajador solitario de la luna, 'Moon' (2009), de Duncan Jones, es tan breve, y la gran parábola de la ciencia ficción moderna sobre el sentido profundo de la lingüística y su linealidad, 'La llegada (Arrival)' (2016), de Denis Villeneuve, es paradójicamente tan lacónica.
La desconfianza del audiovisual en sí mismo y en el espectador es pues la madre de tanta perorata y de tanto subrayado. Quizá que la democracia sea hoy una cháchara televisada de la mañana a la noche no es más que el reflejo de su crisis de autoestima. Vale para Tenet y para Cuarto Milenio. Y por eso Mad Max le habla a 'Origen' a su manera: 'Furiosa' no le diría nada a Dominick Cobb. Lo miraría en silencio, como Jesús Quintero miraría a Pablo Motos.
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