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'La homilía' de Pedro Vallín. Wilson, la pelota que nos amó


El cine ha explorado la necesidad humana de dotarse de vínculos aún en soledad, un atributo que trasciende lo humano y que empieza a asomar en las máquinas

Madrid·
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El periodista Pedro Vallín, durante la nueva edición de su video semanal 'La homilía'
El periodista Pedro Vallín, durante la nueva edición de su video semanal 'La homilía' · Fotografía: KINÓTICO

Llorar en el cine es una prueba de empatía formidable que pasamos por alto: sentir el dolor de aquellos que sabemos que no existen, sumergirse en una historia inventada hasta el punto de permitir que las emociones fabricadas de quienes la interpretan permeen la pantalla y nos asalten con una intensidad y una compasión (en su sentido último: padecer con alguien) tales que nos llevan a derramar lágrimas por un artefacto que, no nos engañemos, rara vez derramaríamos por la mayoría de familiares y amigos a los que llamamos “los nuestros”. Quien les habla puede contar con los dedos de una mano de carpintero jubilado las personas por las que ha llorado tanto como por el amor mutilado de Francesca Johnson y Robert Kincaid en 'Los puentes de Madison' (1995), de Clint Eastwood. O por los amores y desamores de 'Love actually' (2003), de Richard Curtis.

Pero tal anomalía es aún mayor si consideramos no solo los seres de ficción, sino los seres de ficción que ni siquiera son tales, como Wilson, el balón de voleibol que se convierte en improvisado Viernes de ese Robinson Crusoe que es Chuck Nolan (Tom Hanks) en 'Náufrago' (2000), de Robert Zemeckis, y cuya pérdida es, sin ápice de ironía, una de las más desgarradoras padecidas en un patio de butacas por tres generaciones. No es confortable pensar en cuántas personas de nuestro alrededor inmediato nos harían sufrir en su desaparición el dolor de magnitud arrasadora con el que vivimos el lento alejarse flotando de una pelota blanca visto en una pantalla, a sabiendas de que, además de no ser más un balón pintado, la historia es completamente inventada. ¿Y qué dice eso de nosotros? ¿Qué somos frívolos y superficiales? ¿Que, aunque intelectualmente tengamos clara la diferencia de peso entre lo real y lo ficcional, emocionalmente somos incapaces de establecer ese mamparo que separe una cosa y la otra en nuestro catálogo de emociones?

"Lo que dice eso de nosotros es que tenemos una capacidad para la empatía descomunal"

Pues antes de que nos dejemos llevar por un pensamiento cínico, lo que dice eso de nosotros es que tenemos una capacidad para la empatía descomunal y que el progreso moral y cultural de Occidente ha ampliado su rango y su profundidad. En el hecho de que nos escandalice el genocidio de Gaza hay un elemento nuevo y un elemento antiquísimo. El inveterado es el genocidio en sí: las guerras de exterminio son tan viejas como la humanidad. Si la Guerra Civil no hubiera sido planificada como un exterminio, no habría durado tres años. Lo absolutamente noticioso, lo novísimo, es que a buena parte de la población occidental, alejada miles de kilómetros del conflicto, ese genocidio en Oriente Próximo le parece inasumible y le causa horror. Y no hay precedente histórico de tal contagio del dolor lejano y ajeno, salvo el lavatorio moral que supuso la memoria del Holocausto, pero no deja de ser un a posteriori de mala conciencia. Esa empatía es la que nos hace sentir incluso la pérdida de una pelota de voleibol.

Y es un atributo de la especie. La serie 'Toy story' (1999-2015) va justamente de eso, del vínculo con lo inanimado, con aquello que sabemos inerte y con lo que no sabemos romper ni siquiera después de superar la infancia. Ese peterpanismo de Andy, que no puede deshacerse de sus juguetes ni cuando, superada la adolescencia, se prepara para ir a la universidad no es un déficit de las nuevas generaciones ni una infantilización del mundo, como proclaman los viejos huraños, sino que forma parte del ensanchamiento de la empatía, del contagio emocional, del mismo progreso moral que nos permite apiadarnos de los gazatíes y deplorar a Netanyahu.

Que avanza imparable, hasta el punto de que ha generado reciprocidad: el abismo de lo inanimado, la IA, hoy nos devuelve la mirada y es una mirada cálida. Marcada, como nosotros por la necesidad del vínculo. Es lo que hay entre Hal 9000 de '2001: una odisea en el espacio' (1969), de Stanley Kubrick, y Gerty, la simpática computadora que vemos en 'Moon' (2009), de Duncan Jones, única compañía del alienado minero Sam Bell (Sam Rockwell) en la Luna. En esos 40 años, la máquina ha dejado de ser una mente gélida y única, obsesionada con nuestra extinción, con el poder total, como aquel Skynet de 'Terminator 2: el juicio final' (1991), de James Cameron, y ha resultado ser como tenía que ser: un espejo de nuestra propia inclinación a generar vínculos. Incluso inclinada a la empatía con los suyos: de las mentes subrogadas por una sola computadora como las creó Cyberdyne Systems pasamos a IAs que buscan vínculos como el que lleva a la parte artificial de la mayor Kusanagi, en 'Ghost in the shell' (1995), de Mamoru Oshii, a querer fusionarse con esa inteligencia en red llamada El Maestro de Marionetas; o la que lleva al sistema operativo Samantha, en 'Her' (2013), de Spike Jonze, a buscar el poliamor digital más allá de su arrebato por el tontín Theodore (Joaquin Phoenix). O cuando el Windows 95 de Wall·e comenzó a latir desbocado al contemplar el flamente MacOs de Eva.

"Una IA puede generar por sí misma un vínculo emocional, incluso con algo no humano, como un perro llamado Good Year. Y cuando el humano falte, sobrevivirá el vínculo"

Así que lo nuevo, lo revolucionario es que el vínculo ya no es meramente un atributo humano que puede volcarse sobre lo inanimado, sino también un reflejo recíproco de las cosas que creamos. Como vemos en 'Finch' (2021), de Miguel Sapochnik, también con Tom Hanks, y como también exploraron antes 'A. I. Inteligencia Artificial' (2001), de Steven Spielberg, o 'Chappie' (2015), de Neil Blomkamp, una IA puede generar por sí misma un vínculo emocional, incluso con algo no humano, como un perro llamado Good Year. Y cuando el humano falte, sobrevivirá el vínculo. A lo mejor, ese y no las cambiantes definiciones moleculares, es el atributo de lo vivo y el gran paso del pensamiento digital, no la conciencia de uno mismo, que postulaba el existencialismo, sino la necesidad del vínculo. Como nos enseñó Stanislav Lem en 'Solaris' (1972-2002), ya sea en la versión de Tarkovski o en la de Soderbergh, los humanos siempre hemos explorado en busca de espejos. Y ahora los fabricamos.

Así que no tengan ninguna duda: Wilson, la pelota náufraga, también nos quiso. Y la amamos mucho más de lo que ninguno de nosotros querrá nunca a Elon Musk.

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