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VIDEOCOLUMNA
'La homilía' de Pedro Vallín. El país de los muertos sin dueño
La cultura española ha hallado formas de abordar su relación con la muerte, de 'Volver' a 'Los otros', ritualizándola, pero olvidándose siempre de los muertos

Desde que hace más de una década se hizo evidente la progresiva descomposición social de Occidente, por la polarización de la desigualdad, la desaparición material de las clases medias y el cartel de 'No funciona' plantado en la puerta del ascensor social, legado evidente todo ello de la revolución thatcheriana, los zombis han ido regresando al cine para expresar la deshumanización y el fin de las sociedades cosmopolitas. El otro, el diferente, ya no era un vecino sino un rival y una amenaza, así que se afianzó la tendencia a verlo como una bestia deshumanizada que quería comernos el cerebro. Por eso 'The walking dead' aspira a ser la serie con más spin-offs y productos derivados de la historia.
Decía el escritor Jorge Dioni López que tendemos a ver el cine de zombis, como la fundadora 'La noche de los muertos vivientes', de George A. Romero, empatizando con los supervivientes e imaginando cómo nos salvaríamos, cuando lo más razonable y lo que apunta el sentido común es que imagináramos cómo vamos a comernos a los que quedan. Porque, no nos engañemos, somos masa; nosotros no somos los elegidos, somos la gente. Quizá en el error de creernos los menos y no los más, mientras vemos 'El amanecer de los muertos' (2004), de Zack Snyder, reside el principal éxito de las nuevas ultraderechas: conseguir que caigamos en la tentación de ver a plutócratas hijos de papá, como Donald Trump o Elon Musk, para los que apenas somos la fila de hormigas que discurre junto a su piscina, como si fueran uno de los nuestros. Somos los zombis, no la media docena de vecinos refugiados en la azotea del Walmart. Y en lo que deberíamos ocupar el pensamiento que nos quede es en cómo vamos a entrar en ese palacio de colores pastel de Mar-A-Lago para comernos los sesos de sus propietarios.
Dicho lo cual, no todas las representaciones culturales de la muerte son una parábola social. Los fantasmas, a menudo visibles pero etéreos, muchas veces invisibles pero materiales, operan para el cine por lo general como expresión incorpórea de la esfera íntima, no como alegoría política. La convención narrativa es que los fantasmas no están ahí para quedarse, sino en tránsito, esperando resolver algo que quedó pendiente y los ata aquí. A veces ese noray es el amor romántico, como en la imperecedera y azucarada 'Ghost. Más allá del amor' (1990), de Jerry Zucker, pero también en 'El sexto sentido' (1999), de M. Night Shyamalan: el caso es que un fantasma que no se va espera algo de los vivos. Un fantasma aparece porque algo quedó inconcluso, de modo que el desenlace de toda película de fantasmas es que estos desaparezcan.
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