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'La homilía' de Vallín. El asesino de nadie, el asesino de todos

El western 'Una bala sin nombre', de Jack Arnold, narra la llegada de un asesino a sueldo a un pequeño pueblo, que se descompone al ignorar quién será la víctima

Madrid·
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El periodista Pedro Vallín, durante la nueva edición de su video semanal 'La homilía'
El periodista Pedro Vallín, durante la nueva edición de su video semanal 'La homilía' · Fotografía: KINÓTICO

El nombre del cineasta Jack Arnold está asociado a la serie B hollywoodiense de los años cincuenta, un periodo prolífico en el desarrollo de producciones de género (terror, ciencia ficción, wéstern, comedia…) de presupuesto reducido y rodaje acelerado, que en su caso cobra relevancia a partir del estreno de 'Llegó del más allá' (1953), y cuya cumbre será 'El increíble hombre menguante' (1957), convertida en absoluto clásico de la ciencia ficción y uno de los hitos del género. En esa década, entre 1953 y 1960, Arnold dirigió la friolera de veinte largometrajes y, amén de las citadas y del documental que abre la década 'With this hands' (1950), nominado al Oscar, a ese periodo corresponden otros clásicos de la serie B como 'Creature from the Black Lagoon' (1954), rodada en un rudimentario 3D, su secuela 'La venganza del monstruo' (1955), en la que debutó Clint Eastwood, '¡Tarántula!' (1955), que no hay que explicar de qué trata, 'Regreso a la tierra' (1955), otro título de culto de la ciencia ficción, y westerns como 'Sangre en el rancho' (1956) o el título que hoy nos ocupa, 'Una bala sin nombre' (1959).

Casi todas las antedichas, por cierto, las tenéis disponibles en Filmin y en alguna otra plataforma con catálogo de cine clásico, como Prime Vídeo. El argumento de 'Una bala sin nombre' es muy parco y, precisamente por eso, por evitar la verbosidad de quienes quieren decir todo lo importante, hace vibrar armónicos de fábula moral en cualquier época, remitiéndonos a estructuras clásicas de las parábolas bíblicas o del teatro grecolatino. Un asesino a sueldo, John Gant (Audie Murphy, un actor prolífico de los wéstern de serie B) llega al pequeño pueblo de Lordsburg y se registra en el hotel. Su nombre y su sanguinaria firma son conocidos en todo el territorio del Oeste, así como su letal modus operandi: se limita a provocar a su víctima y luego matarla en defensa propia. Por eso, el sheriff Buck Hastings (Willis Bouchey, otro rostro clásico cuyo nombre nadie recuerda) no puede hacer nada contra él. Pero su sola presencia descompone el pueblo.

Todos temen ser la víctima que Gant ha venido a buscar, desde el potentado Stricker (Karl Swenson) y el banquero Pierce (Whit Bissell), que estafaron a Ben Chaffee (John Alderson), un modesto buscador de oro, obligándolo a compartir la propiedad de su mina, hasta ese mismo emprendedor burlado, pasando por una pareja de adúlteros huidos del Este, el sheriff o el alcalde. La taciturna presencia de Gant, que se limita a jugar al ajedrez con el protagonista del filme, el honesto y pacífico médico Luke Canfield (Charles Drake), y a tomar un café tras otro en el salón, destruye la convivencia en Lordsburg. Llevados por el pánico, los adinerados Stricker y Pierce tratan de comprar a Gant, ofreciéndole lo que pida por dejar el pueblo. Pero Gant se niega y el banquero ante la evidencia de que no puede comprar su salvación acabará volándose la cabeza en su despacho incapaz de soportar la espera, mientras la paranoia se extiende por doquier y empieza a latir la semilla de un linchamiento. Lo dejamos aquí, si quieren conocer el desenlace tendrán que ver esta pequeña filigrana del wéstern barato.

Un fotograma de la película 'Una bala sin nombre', de Jack Arnold
Un fotograma de la película 'Una bala sin nombre', de Jack Arnold · Fotografía: UNIVERSAL PICTURES

Gant opera en la película como una versión sartriana del arquetipo del intruso destructor, pues su presencia es solo metáfora. Es un vector pasivo de los males enterrados, de los pecados latentes, pues funciona como un espejo que, sin hacer ni decir nada, hace aflorar en las conciencias las culpas, los secretos, las traiciones y los crímenes. Le basta existir, sentado en la cantina o en el porche del hotel, para actuar como un corrosivo ácido que demuele la armonía aparente. Es el regreso del cordero del Yom Kipur (el célebre chivo expiatorio), que según la tradición levítica es cargado con los pecados de la comunidad y abandonado en el desierto. El bicho está aquí y con él nuestros pecados.

Es casi como un agente Dale Cooper (Kyle MacLachlan), que ni siquiera necesita preguntar por la muerte de Laura Palmer para aflorar la corrupción que bulle bajo la superficie civilizada de la pequeña localidad de Twin Peaks. La pasividad de Gant lo aproxima al Terence Stamp de 'Teorema' (1968), de Pier Paolo Pasolini, versión retorcida del clásico 'Retorno a Brideshead', de Evelyn Waugh, adaptado a la televisión en 1981 y al cine en 2008, o incluso al Dirk Bogarde de 'El sirviente' (1963), de Joseph Losey. Y es, por supuesto, el monolito de '2001: Una odisea en el espacio' (1969): se planta allí y los monos se matan.

El asesino es, en el fondo, un signo vacío y de apariencia inofensiva que cada uno carga con violencias amortajadas. Son los otros los que dotan de sentido a su presencia. Su llegada suspende el tiempo: todos esperan, todos especulan, todos proyectan en él sus miedos, sus deseos y sus culpas. Y él no cumple ninguna promesa, no revela nada, no da explicaciones, solo aplaza el desenlace, mientras todo se desmorona alrededor. Ninguna vida virtuosa sobrevive al más leve escrutinio. Nadie es intachable.

Hoy hay un John Gant instalado en la política occidental que solo con existir hace que todos buceemos incómodos en los rincones de nuestra memoria y que explica que la ultraderecha triunfe entre tantos hombres a los que les tira la sisa y les pica la piel por dentro: el #SeAcabó de las feministas.

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