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'La homilía' de Pedro Vallín. Tony Montana y el fin de la sátira
El tráiler de 'GTA VI' ha generado estupor entre los críticos más sagaces porque ya no contiene sátira, solo retrato. Pero el videojuego no ha cambiado. Es América
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La semana pasada salió el tráiler de 'GTA VI', videojuego con el que la compañía Rockstar completará su cartografía americana contemporánea (cuando sea lanzado dentro de un año), y analistas del sector como Alfonso Gómez o Albert García han reparado en el elemento ausente del Miami que nos presentan: la sátira. Sin que el videojuego haya renunciado a ninguno de los elementos que han venido marcando la serie durante el último cuarto de siglo, la alegoría no está porque la realidad americana se ha desplazado hacia su caricatura. De modo que el absurdo, la violencia y el sinsentido siguen ahí, pero ya no son patrimonio de la parodia sino que son parte de lo real, y no la parte marginal, sino la sustancia principal.
La serie 'Grand Theft Auto', desde 'GTA III' (2001) hasta 'GTA V' (2013), ha sido una radiografía del sueño americano mutado en pesadilla neoliberal, utilizando el crimen como ascensor social, los medios como un espectáculo degradado y los cuerpos como mercancía. Pero lo que antes era una lente deformante ahora solo es una cámara de vigilancia. No es un fenómeno exclusivo del videojuego y se aprecia en las limitaciones que la ficción halla para distanciarse del presente y dar sentido a lo alegórico. Se ve en la serie 'Black Mirror' (2011-2025), que ha pasado de augur a notario, o en 'The Boys' (2019-2024), la sátira de superhéroes corporativos de Prime Vídeo que parece una crónica de la actual Casa Blanca. O en 'BoJack Horseman' (2014-2020), la serie de animación para adultos de Netflix sobre una vieja estrella de la televisión arrojada a la telerrealidad. Todas ellas, como la serie 'El cuento de la criada' (2017-2025), que se cierra esta semana, arrancaron como advertencia de lo posible y evolucionaron como crónica horrorizada de lo existente. Ocurre, claro, con la película de Adam McKay 'No mires arriba' (2021), y con la miniserie de Stephen Frears 'El régimen' (2023). La sátira ha sido alcanzada por la realidad, el mundo se ha ondulado como los espejos cóncavos del Callejón del Gato y el esperpento no es perspectiva sino retrato, de modo que ya no hay mirada, solo un acta.
La longeva serie de juegos de mundo abierto de Rockstar había logrado desplegar un profuso mapa de los Estados Unidos, pero esa geografía descansaba sobre sus ficciones, no sobre sus contornos físicos o históricos. No eran solo mundos abiertos, eran síntesis cinematográficas de lugares que existían en el imaginario colectivo de los jugadores (americanos o no, de ahí el éxito mundial) y que se debían a él. Cada ciudad no es solo un lugar, sino un concentrado mitológico, un destilado del cine, la tele, las noticias y los videoclips. La Liberty City (Nueva York) de 'GTA III' (2001) estaba levantada sobre los cimientos de 'The French Conection' (1971), de William Friedkin, y se elevaba hacia el cielo con los ladrillos y balas del Martin Scorsese de 'Malas calles' (1973), 'Taxi Driver' (1977) o 'Uno de los nuestros' (1990). En el del GTA IV (2008), sobre idéntico espacio simbólico, se proyectan los fantasmas y el acabose del 11-S, y aparecen las violencias crudas que veíamos en 'Promesas del Este' (2007), de David Cronenberg, y las vidas dispersas en el polvo en suspensión del Mahattan de 'La última noche' (2002), de Spike Lee.
La Los Angeles de 'GTA: San Andreas' (2004) retrataba la violencia racial, la corrupción policial y las bandas callejeras que rompieron la convivencia de la ciudad a finales de los ochenta y marcaban títulos como 'Grand Canyon' (1991), de Lawrence Kasdan, 'Vidas cruzadas' (1993), de Robert Altman, 'Los chicos del barrio' (1991), de John Singleton, o 'Training day' (2001), de Antoine Fuqua, mientras que el que aparece en 'GTA V' (2013), contempla la otra California, la del vacío del éxito, el culto al cuerpo y la celebridad, la espiritualidad de teleprédica y la bancarrota moral de las clases medias y de los remanentes de la revolución hippy, en la atmósfera de títulos como 'Pulp Fiction' (1994), 'El gran Lebowski' (1998), o el aterrizaje del nuevo narco de 'Salvajes' (2012), de Oliver Stone, sobre una novela de Don Winslow.

Así que, si la Miami de 2002 cruzaba los mundos de Brian de Palma y Michael Mann, de 'El precio del poder' (1983) a 'Corrupción en Miami' (1984-1990), y nos devolvía el ascensor social de Tony Montana, la nueva Florida debería ser el mapa semiótico de 'Spring breakers' (2012) de Harmony Korine, y 'Dolor y dinero (2013), de Michael Bay, filtrado por los no lugares de 'Tangerine' (2015) y 'The Florida Project' (2017) de Sean Baker. Pero si decíamos que la distancia simbólica ha colapsado, el margen satírico ya no permite operar en el plano de lo alegórico, así que la nueva Vice City no debería representar una idea de Florida sino ser Florida. O más precisamente: ser el “síntoma Florida”.
El salto que va desde el Miami de aquel 'GTA: Vice City' a este de 'GTA VI' no es consecuencia del realismo gráfico, sino de la certeza de que la ficción ya no tiene que inventar lo grotesco porque lo grotesco es el mundo que se despliega ante nosotros. El pasado otoño dedicamos muchos viernes a indagar en la supresión del velo que separa el mundo de su representación, lo evidente de lo latente, lo literal de lo metafórico, lo público de lo privado, porque el panóptico es el concepto central del presente: todo lo vemos y todos somos vistos, así que todo es literalmente lo que es. Esa es la aberrante condición del mundo del presente, un mundo neto, rácano de sentido, una realidad de aguas someras, como el planeta-océano de 'Interestelar' (2014), donde nada puede sumergirse y todo se recorta contra el horizonte, desnudo a nuestros ojos.
En 2002, la parodia de los años 80 –con sus colores chillones, sus narcos ridículos, sus americanas imposibles y la corrupción kitsch– era posible en 'GTA: Vice City' porque había un margen irónico entre la realidad y el imaginario. Hoy, en cambio, ante una Florida real que parece escrita por guionistas de Adult Swim, el juego simplemente fotografía lo que hay. Podríamos llamarlo "efecto Trump", pero sería un error porque Donald Trump, con su imbecilidad proverbial y ufana, su raquítico léxico y la intimidación parvularia como único programa, no es una causa sino un producto. Cuando un influencer puede ser gobernador y una teoría conspiranoica dirige un programa político, el espacio que le queda al humor, como deformación crítica de lo real, se angosta.
Si la realidad es un chiste, no hay chiste posible.
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